El partero

No sabía qué hacer, solo acostarla en la cama ancha agrietada por el alumbramiento. De pronto, la inclinación del cuerpo y la aparición de la cálida cápsula de la placenta como cobertor semitransparente que ella mordía o yo debía ayudar con los dedos a desgarrarse. La sangre coagulada atada al cordón umbilical que debía cortar con una tijera para acercar al recién nacido a las lamidas de la madre que lo limpiaban de la sangre, y acomodarlo luego, ciego y diminuto, a su lactancia instintiva. Los tomo entre las manos, uno tras otro, repitiendo cuidadoso el procedimiento y sin darnos cuenta han transcurrido seis horas de un parto abrumante e intenso. Todo el cuarto hervía del vapor acre de la sangre expulsada y no lo distinguía atento a los espasmos del siguiente recién nacido. Estamos solos, entre mantos, trapos y agua oxigenada con la correría de mis pequeños sobrinos que por momentos se acercan a acariciar a los recién nacidos. Ella resiste echada sin gemidos, con una valentía, entereza y naturalidad que no me pasan desapercibidos. En los principios del mundo, las mujeres afrontaban en soledad el dolor del parto, internadas en la naturaleza donde generaban la nueva vida, controlando la hemorragia pélvica a menudo en posición vertical como testimonian los huacos Moche, atando un peso al bebe que se asomaba, como en Melanesia, para ayudarlos a salir al mundo; asistidas a menudo por parteras que palpaban y masajeaban el vientre para identificar la posición del feto. He hecho lo mismo intranquilo porque uno de ellos quedara asfixiado entre el cuerpo de la madre. Son siete y en cada aparición deslumbrante he sentido renovarse la generación del mundo que a veces, inmerecidamente, ofrenda a nuestras manos por un instante el latido perfecto del tiempo original. Así nuestros ancestros han construido un apartado refugio donde la madre y los hijos descansan en delicado aislamiento bajo el cuidado del partero que da la bienvenida al mundo y mantiene el fogón del hogar encendido.