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Un joven eterno y transgresor


Recuerdo que los únicos días en los que iba realmente feliz a la Universidad fueron con las clases del escritor Carlos Eduardo Zavaleta. Él tenía ochenta y un años cuando tuve la fortuna de tenerlo como profesor y escucharlo hablar con pasión de Rayuela. Alguien que a los ochenta y un años siguiera comentando, con entusiasmo y lucidez de Rayuela, solo pudo haber sido un joven eterno y transgresor, aunque tuviera la apariencia de un anciano sosegado y vulnerable. Llegaba al salón con su paso lento y menudo, un maletín de mano, su boina de paño y un termo con infusión que dejaba sobre la mesa al sentarse. Ya en su rincón, presidiendo la mesa donde lo rodeábamos, empezaba su disertación hipnótica y desestabilizante. Era evidente que el brillo de sus ojos pequeños detrás de sus lentes y la admiración de sus cejas levantadas, que acompañaba con la benevolencia de sus manos, revelaban la pasión de un escritor inmerso durante décadas en el oficio además de la astucia de un lector agudo que ha logrado sondear la dicha y los abismos de la condición humana. Aún guardo en mí, si cierro los ojos, la entonación de su voz, el paladeo de sus palabras, los destellos en la oscuridad, la fascinación por el orden y la cultura así como el impulso visceral contra el orden y la cultura.


El trabajo final, de su curso, consistió en analizar un capítulo de Rayuela, y el último día de clases rendimos un examen en su presencia. Era en el local de Miraflores donde una inesperada lluvia me hizo correr casi cubriéndome con la casaca y entrar cuando todos estaban dispuestos en la mesa. Cuando finalizamos, Carlos Eduardo tomaba las pruebas entre las manos y comentaba las respuestas con su sonrisa inteligente, arropado en un abrigo que parecía excesivo para su frágil figura. Sin embargo, cuando llegó a mi examen no hizo un comentario. Me extendió la hoja y me pidió que leyera lo que había escrito. Escondido entre las palabras de mi examen empecé a leer, atribulado y concentrado sin saber cuánto tiempo transcurría o si debía detenerme. Y cuando, en un tiempo indeterminado, levanté la mirada para observarlo, Carlos Eduardo permanecía con los ojos cerrados siguiendo mis fraseos con sus dedos, meciendo sus manos en el aire, como si fueran melodías que marcaba girando con sus movimientos. Al darse cuenta de mi interrupción para mirarlo, retomó el hilo de sus observaciones mencionando silogismos o destellos que, de inmediato, se perdieron en mi tribulación suspendida. Solo pasados los años (porque tarde terminan en germinar, con claridad, las acciones significativas…), fue creciendo como una sensación de acontecimiento anónimo y pequeño, un quiebre benéfico como una interrupción imperceptible del eje del planeta que luego continuó su marcha inmisericorde, aunque dejándome finalmente una grieta de sol que siento el impulso de escribir ahora. Recuerdo que fue la última vez que pudimos vernos antes de su muerte, porque al acabar nuestra clase me acerqué a su lado para comentarle que viajaría y me pidió que lo visitara cuando volviera.

 
 
 

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