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Fragmentos de la violencia

Actualizado: 21 feb 2018


El Informe final (2003) de la Comisión de la Verdad y de la Reconciliación, que evaluó la crudeza e insania de las décadas de 1980-1990, señala que este periodo de violencia desencadenó la muerte de más de 70 000 personas, la mayoría campesinas quechuahablantes, indocumentadas y ágrafas que el Estado no sintió como propias al no tener la categoría de ciudadanos. Para quienes asistimos a la evaluación de estos sucesos, la cuantificación abrumante desplazaba la mirada hacia un deambular semejante al tránsito del Ángel de la Historia que Walter Benjamin describió como una mirada que, vuelta al pasado, descubría bajo los acontecimientos las ruinas, muertes y escombros que se hacinaban bajo sus pies sin saber cómo remediarlas. Esa mirada y ese recorrido son parte del último poemario de Alejandro Romualdo, Ni Pan ni circo (2005), cuya primera sección, “Fragmentos”, está conformada por veintiún poemas que, en su modo de segmentación y espacios en blanco entre versos, encuentra la forma de ingresar al silencio del paisaje andino donde reposan la naturaleza agreste erosionada y los cuerpos violentados y sin vida. Mediante la personificación de la naturaleza y un procedimiento semejante al “correlato objetivo”, en donde los objetos evocan emociones, proyecta la violencia hacia el paisaje que la ha resentido y aún la cobija con asombro. Las lluvias perforan los tejados, las hierbas se erigen crispadas, los mapas se horadan de cruces. Estos poemas muestran un paisaje en silencio arrasado por la luz avasallante que expone a la intemperie las ruinas y cuerpos como vestigios sobre los que sobrevuelan moscas de muerte, aves rapaces y la impasibilidad de las estaciones de un cielo puro. El de Romualdo es uno de los testimonios poéticos más limpios y desolados erigido en torno a una flor de los sepulcros que sostiene en su fragilidad la respiración de los desaparecidos.



I

Livianas, dulces flores del mediodía

más puras que nunca en los

sepulcros andinos,

y tan leves, acribilladas en los muros

de la maleza crispada de horror.

No es el rocío el que cae y las baña

sino el llanto de las madres

frágiles como la lluvia

corolas de harapos

en un ramo de violencia

donde se agitan irritados capullos

negras banderas y cálices insurrectos.



III


De todo lo que fue y un golpe de luz

destrozó, en la desolación

y la inocencia, entre masacres

encendidas por la muerte

con sangre de corderos, de pronto

un día nuevo bajo la sombra del

hacha:

el sol frío de la claridad se abre

y en las alturas de nieve

sobre las tumbas sin olvido

una última flor respira por todos.



XIII


Los días se suceden en el horizonte

y giran con las plumas crispadas

entre las confusas retamas.

Los rencores del sol han calcinado

los costillares donde brota la hierba

sin sentir: Alguien reposa con

indiferencia

sobre el camino por donde se

quejaron.

No importa que no escuche: no tiene

respuestas.

No importa que no vea: no tiene

deseos.

No importa que no hable: lo dice todo.




XIV


La lluvia cayó, pálida como los

muertos,

la lluvia, que entonces era una fiesta,

también se bate y estalla sobre las

tejas.

Otra vez las chozas están perforadas,

la maleza crispada y llorante.

No hay ya más lágrimas sin rostros

que caigan sobre los camastros

hundidos

por la ausencia. Cuerpos y almas

errantes

buscan enloquecidos un lecho blando

en el fondo del río.




Alejandro Romualdo. Ni pan ni circo. Lima: Instituto Nacional de Cultura, 2005.


 
 
 

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