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La pared torcida


En el apogeo brillante de nuestro vanguardismo, encendido de prédicas políticas y reivindicación indígena, y su búsqueda formal de un arte nuevo según el ritmo de la modernidad de las urbes, aparece un limpio y detenido canto a la infancia: Las Canciones de Rinono y Papagil (1932), del trágicamente desaparecido Luis Valle Goicochea (1908-1953). Con sutileza, estas canciones ingresan al mundo de la infancia donde el agolpamiento de los sentimientos habitan el cuerpo antes de conocer las palabras que las nombran, y los brazos del corazón se estrechan con ternura a los olores tibios de los mayores que nos cobijan y a la calidez de los animales de casa que nos hacen compañía: la Rarra, la Queca, Otelo, Rinono y el tío Papagil aparecen con sus apodos afectivos en la evocación de breves situaciones impregnadas de candor y fragilidad que viven unos hermanitos de una aldea rural. El libro se incluye en La pared torcida (2005), obra poética completa cuya portada es un autorretrato hecho por el propio poeta.


***

Tú eres mi hermanita porque escribiste

conmigo, escondidas,

el apodo de don Benjamín en la puerta de la

casa. Porque una noche que llovía te preocupaste

conmigo

de un nido que la tala dejó al sereno...

Porque cuando eras chiquita te cargó la

Rarra...porque nos miramos juntos en los ojazos de

la vaca pintada...

Porque mamá es tu mamá...

¿Te acuerdas? Sabíamos que los jilgueros jugaban en los

árboles cercanos,

y entonces la Rarra nos llamaba a mirar los

últimos pollitos...

¿Te acuerdas? Estabas conmigo

cuando murió mi corderito y para consolarme

me ofreció otro Rosalía...

Me preocupa hoy que estamos lejos

la pared torcida de la casa vieja...


***

Cuando esa mañana temprano abrieron la puerta

bien temprano,

el perro sin dueño en el umbral dormía.

Alguien quiso pegarle,

pero mis hermanos y yo lo defendimos.

Y se quedó en la casa.

La Rarra le dio huesos

y empezó a quererlo.

Cuando el perro sin dueño nos veía

moviendo la cola se arrastraba,

nos lamía las manos,

y nos precedía gozoso en los paseos.

Clarita se ponía triste

y una tarde me dijo:

–El perrito sin dueño me da pena.

No sabemos su nombre

y él no puede decir cómo se llama.


Luis Valle Goicochea. La pared torcida. Prólogo de Jorge Eslava. Lima: Universidad Alas Peruanas, 2005.

 
 
 

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